Sunday, October 17, 2010

Goran Petrovic - La Mano de la Buena Fortuna



Leído entre: Oct 11, 2010 – Oct 15, 2010 (4 días).

Lo que me gustó: La partida de Natalia Dimitrijevic, al comienzo y al final de la primera lectura. El uso que le da Sreten Pokimica a su habilidad, explicado en la séptima lectura. La idea de la interacción que puede llegar a tener un buen lector (y un editor) con un texto.

Lo que no me gustó: Nada en especial.

En general: Recomendable. Como dijo Rafa, "traen todo el beat los serbios".

Librerías Gandhi lo tiene aquí.

Notas y citas:

Incluso el mismo acto de abrir las tapas era precedido por el complicado cálculo de la amplitud del ángulo ideal que formarían las páginas; para algunos libros bastaba el ángulo agudo de menos de treinta grados, otros servían sólo bajo el ángulo recto, para terceros esa relación variaba de noventa y ocho a ciento catorce grados y para algunos no valía la pena abrir ni los trescientos sesenta grados. (p.56)



Con la señora Natalia Dimitrijevic iba aprendiendo que los personajes y tramas literarios no eran todo lo que se ofrecía a un lector verdadero, es decir, no eran lo más interesante. Si en algún lugar se indicaba alguna calle, de hecho, si apenas se mencionaba, Natalia Dimitrijevic sabía desviarse a alguna plaza de la que no había ni una palabra siquiera, de allí a otro callejón y luego podía entrar en un edificio y según sus ganas subir a un desván ajeno, lleno de ropa húmeda recién tendida, luego al azar hasta el primer parque, lo adivinaría inequívocamente por la frescura del aire, donde pasaría el tiempo alimentando a las tórtolas que llegaban quién sabe de dónde o simplemente se quedaría sentada junto a su dama de compañía, alejadas de los renglones usuales... (p.56)



— Bueno, qué más da. —La mujer se encogió de hombros—. Veamos lo que sabe. Observe con cuidado esa pérgola. Jamás me ha gustado. Sería tan amable de eliminarla; por supuesto, de modo que no quede un vacío.


No obstante, la pérgola de rosas tardías en plena flor era de una belleza deslumbrante. Adam sintió que cometería un pecado imperdonable si simplemente la "eliminara". Por otro lado, la orden era explícita. La señora era el cliente, si él quería conservar este trabajo, tendría que satisfacer sus exigencias...


De nuevo, no pudo calcular cuánto tiempo había pasado. Su temperatura probablemente había ido subiendo. El resfriado lo privaba hasta del aroma de las rosas. En su mente, Adam abordaba el lugar del cambio exigido desde varios ángulos, evaluaba la intervención final y lo que iba a pasar con las frases aledañas. Al fin, decidió dónde y cómo intervenir, clavó la punta de su lápiz como si fuera un escalpelo, más precisamente, la clavó como si fuera una azada, en la mera raíz de la descripción, empezó a tachar, a cambiar el orden de las palabras, a permutar las oraciones, agregó una conjunción, arrancó toda una imagen y, finalmente, juntó dos párrafos. Estaba todo sudoroso, desagradablemente sudoroso a causa de su conciencia intranquila, la pérgola con las rosas tardías había desaparecido como si jamás hubiera existido, la herida apenas se notaba, y una vez que las matas de hierba trocadas echaran raíces, no se vería ni una pizca de la triste cicatriz. (p. 73)



Con respecto al arte supremo, capaz de unir lo incombinable hasta el punto de fusión, teniendo en cuenta que en la espaciosa sala de música o, a su vez, pequeña sala de baile, había sólo un arpa, Anastas Branica no se perdía los pocos conciertos de este instrumento, intentando después recrear con palabras la gracilidad de las composiciones que allí había escuchado. A pesar de todo el esfuerzo, de las selectas expresiones líricas, aliteraciones y eufonías, de las figuras estilísticas adecuadas, del ritmo sintáctico apropiado y las pausas oportunas, a pesar de las noches de charlas con Stanislav Marzik, el ciego afinador oficial de la Orquesta de la Ópera y del Ballet de Belgrado, no lograba conseguirlo, y su trama acústica seguramente habría quedado tristemente muda si por azar no se hubiera mostrado que el arpa podía sonar por sí sola al abrir las altas ventanas del cuarto de música en los días en que soplaba el viento de oriente. En función del número de hojas abiertas de par en par, o apenas entreabiertas, se obtenía el tejido melodioso de latitudes remotas o apenas un glissando infinito de lejanos territorios. (p. 187)



En otra ocasión vi a una persona con guantes de hilo beige y una pamela parecida a la suya, con un vestido de seda cruda, a unas cincuenta páginas de distancia más adelante, junto al gran río que atravesaba el valle; me apresuré, no encontré a nadie, pero la corriente aún no se había llevado la imagen del agua junto a la orilla; me agaché, tomé el reflejo con mis dos manos juntas y sumergí mi rostro en la imagen de Natalia Dimitrijevic, con mi mejilla pegada a la suya, hasta que me atraganté (p. 277)


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